El era un hombre cualquiera. Un señor mayor. 50 ó 55 años. Bajito, achaparrado, con una dentadura donde escasean las piezas, de complexión fuerte. No gordo. Fuerte. De esa fuerza que sólo se logra a base de pasar hambre y trabajar duro. Ahora ya no pasa tantas penurias. Vive tranquilo, a ratos feliz y otros nervioso.
Cualquiera diría viendo su semblante que no es más que otro hombre rudo, de esos que emigraron del campo a la ciudad en busca de fortuna. Y posiblemente lo sea. Hoy estaba sentado, con la mirada perdida, el gesto serio, los pensamientos volando seguramente de un problema a otro.
Soy un maleducado, pense. Me estoy metiendo en su vida prívada, así, contemplando su gesto serio pero a la vez tranquilo. A pesar de mis pensamientos no aparte la mirada. Tampoco creo que le importase que le observase. El estaba en su mundo, y yo, un pequeño intruso se adentraba en él.
No duraría mucho la incursión. A los pocos segundos empezó a sonreir, se levantó, pago su cafe y se marchó a continuar con sus quehaceres. Y ahí quede yo, con las pintas de un intruso pillado, con mi coca cola a medias, pensando si yo, a su edad también seré capaz de sonreir ante las adversidades, o al menos de atraer intrusos a ellas.
Una película: Cinderella Man
Una canción: Sildavia (La Unión)
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