Tras una noche en vela, devorando páginas y páginas de Perez Reverte, y hastiado ya del frío de la sala de espera de las urgencias del Clínico, no quedá más que salir y disfrutar de la noche madrileña, de esa tormentilla que refrescaba y mojaba las calles, de ese vientecillo que traía cantinelas y avisos de un otoño aún lejano, y te hacía hasta desear tener una sudadera.
Tras una noche en vela el único consuelo que queda es ver como el cielo abandona esos tonos oscuros, dejando paso a paso su espacio a la claridad de un nuevo día, que se abre hueco por encima de los tejados desplegando toda la gama de azules, desde el más oscuro de un mar nocturno, hasta el azul claro de unos ojos de niño.
Y es entonces, tras esa noche en vela, cuando al regresar a casa e intentar descansar un poco, uno piensa que solo por disfrutar ese amanecer quizás haya hasta merecido la pena la noche.
Una canción: Hijo de la luna (Mecano)
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