Decían en la película que estuve viendo anoche, La novena puerta, basada en El Club Dumas de Arturo Perez Reverte, que incluso el infierno tienen heroes. Y supongo que hasta mejores que los nuestros. No he estado en el infierno, ni ganas, ni falta que hace, pero seguro que a ellos no les basta con salvar a la dulce dama ni liberar al mundo, o a lo mejor sí, que últimamente, ya no sé si soy yo el que está equivocado, o es el mundo que simplemente se empeña en llevarme la contraria.
Esta tarde que entre ronquidos de mis señores padres y los programas rosas he tenido que marcharme de casa porque no oía la música de mi ordenador, me he marchado al bus, a leer, a seguir devorando Patente de Corso, tambíen de Perez Reverte, y a llevarme donde quisiera el primer bus que llegase.
El bus me ha querido llevar a la Plaza Mayor, a esa hora en que mi madre me sacaba del colegio y me llevaba a por lana a la calle Atocha, a dar vueltas por la Plaza de Jacinto Benavente rumbo a Almacenes Arias, los mismos que se quemaran en un incendio, o a por hierbas a El Reco, Maurice Messegé o como se llamará el pavo que por su puñetera culpa me dejaba sin ver a Espinete o Yupi, lo que hubiera en ese momento. No todo era tan malo, que me quedaba sin Yupi, pero mi madre siempre me recompensaba con un chocolate con porras, que tampoco era plan de estar toda la tarde sin merendar.
Hacía allí me ha llevado el bus, atravesando un Madrid distinto en apariencia, pero igual en esencia, con ese azul del cielo sobrevolando el Manzanares, en la frontera que separa la ciudad de las guías, de las postales, de la boda del principito; del Madrid real, el Madrid obrero, el que trabaja de día y sueña de noche con momentos mejores y con pagar la hipóteca.
Decía, que a ese Madrid igual en esencia, el del cielo azul, el del olor a bocadillo de calamares, el de los guiris paseando por la Plaza Mayor con bermudas ellos y en bikini ellas, es al que me llevó el bus. De allí, ya a pie, rumbo a Tirso de Molina, con sus tenderetes, con su diversidad cultural, de subida a la Plaza de Jacinto Benavente, espacio diáfono en Madrid, punto de paso para Arte 9 y la visita al vicio, que subir al centro de Madrid y no ver tienda es casi un sacrilegio.
De esta plaza un pequeño paseo hasta Santa Ana, el Teatro Español, la calle Huertas, el barrio de las Letras. Callejas pequeñas, de extraña mezcolanza de edificios nuevos y palacios antiguos, casi todos propiedad de la Iglesia, y rincones con historia y con sabor.
Lugares por los que Quevedo, que vivió en la zona durante muchos años, forjaría su personalidad, esa que le llevaría a pegarse con reyes y a servirles, para obtener despues de una vida entre dos tierras, las del amor y la amistad por un lado, y la del odio por otro, un exilio y un adios muy buenas, que de haberlo sabido seguro que hubiese preferido morir matanda, y que cojones, si no queda otra, no queda sino batirnos, que diría a su amigo Alatriste.
Deshacer lo andado, cuando las piernas y el corazón deciden volver, retomar Huertas en una imagen distinta a la habitual, o sea con más luz, y menos copas encima, o era subiendo Lope de Vega, bueno da igual, llegar otra vez a Santa Ana, recorrer la plaza con la vista, encontrando chorizos, lumis, y guiris en las terrazas, recordando las palabras de años antes, ten cuidado hijo, no te sueltes que aqui hay mucha gente mala.
Y suelto, recorrer la plaza, hacía Benavente, donde hay más chorizos, más lumis, y algún mendigo a lo suyo, con su pan, su chorizo y vino, con sus historias calladas, historias que seguro que hablan de droga, de miseria.
Y una vez que dejas atrás la plaza, esperando el bus de vuelta, no puedes dejar de pensar en que cojones, incluso en el infierno tienen heroes.
Una canción: Hero (Mariah Carey)
Una película: La novena puerta
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