Caminando por la acera, sin rumbo fijo. La mente embotada en alcohol, en cinco o seis pintas de Guiness, tan negra, tan fresca y tan amarga que crees estar paladeándola aún, en ese andar errático de los borrachos, con la imaginación desbordada yendo de aquí a allá, sin pasajes ni guión.
Doblando la esquina hay un cambio en el aire. Antes fresco, ahora cálido, casi tibio, con una extraña sensación de intranquilidad y calma, con la tensión de la tormenta a punto de estallar. Vagas por los adoquines, enumerándolos, sonriendo ante las extrañas figuras de los guijarros que componen el suelo y que te llevan paso a paso hacia una plaza amplia, de esas de jardincito con estatua en el medio y una fuente donde saciar la sed. Un par de bancos de piedra, puestos uno enfrente del otro, objeto de los coqueteos adolescentes, anteriores en el tiempo a las largas noches en el bar, a las que le empujaron la falta de amor. Esa es la causa de que se llenen los bares, repetía una y otra vez, a los jovencitos que buscaban esquinas oscuras para abandonarse al deseo y los brazos queridos.
Se sentía tan cansado. Hastiado de luchar, de empinar el codo, de vomitar una y otra vez esa pasta sanguinolenta. Se dejo caer en uno de los bancos, medio recostado, helado de frío sobre la piedra gris. Allí se quedo viendo pasar las horas, una noche tras otra, sin más compañía que los cartones de vino y los harapos que le protegían del frío, mientras unos y otros le señalaban con el dedo extendido, casi acusador.
Un día los harapos se convirtieron en piedra y el vino se desparramaba por su cuerpo sin que notase su tibieza y su humedad. Sin miedo, tuvo conciencia de que todos le señalaban y que era el siguiente de la lista. Como siempre, el no tenía la potestad de decidir. Siempre hubo otros que lo hicieron por él.
Una canción: Naturaleza muerta (Mecano)
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